Lo que nos protege.
#2 Duelo: vivir desde la incomprensión de ti mismo. ¿Te has sentido alguna vez desconectado de la realidad?
Hoy he leído a un escritor hablar desde la desesperación de saber a nuestros seres amados tan vulnerables. Hablaba sobre los niveles de creatinina de su gatito ingresado y la fragilidad del hilo que le unía a la vida en esos instantes.
De pronto me he sorprendido a mí misma bloqueando las mil imágenes de mi último día en el veterinario mirando un papel que hacía muy real que el fallo renal era ya insostenible, escuché el peor eufemismo desde muy lejos de aquella habitación: dormirle, porque su sufrimiento podía llegar en cualquier momento.
Al leer sus palabras, tan llenas de emoción, han caído sobre mí como un frío y repentino alud. Al instante mi mente estaba en otro lugar muy lejano a eso, pidiéndome olvidar. Pero hoy el cuerpo me pide hablar del dolor. Hoy me pide no transformarlo en enseñanzas, ni en agradecimiento. Hoy me pide mirarlo a la cara.
Y es que hay algo en mí que no me permite reconocerme. Hay un frío helador recorriendo mis venas desde que se hizo el silencio, ese 27 de diciembre. Hay algo que me hace sentirme constantemente perdida, apática, pero a la vez me hace entrar como nunca en esa obra de teatro que me hicieron construir.
Desde fuera soy la Cris de siempre, soy divertida, soy alegre, soy productiva. Soy normal. Lo que se espera de mí. Pero aquí dentro, mi mente es un absoluto caos imprevisible y mi sentir sencillamente no existe. Lo de dentro me pide apagar el móvil, coger la furgo y alejarme de todo salvo de mi perra, que también está en pleno duelo.
El dolor aún no entra en mi cabeza, no me entra en el pecho. Mi mente se disoció - cuánto he aprendido últimamente sobre esta palabra que no había caído en mi radar y qué necesario era - y desapareció por completo la emoción, desaparecieron los recuerdos.
Qué difícil cuando a alguien tan sumamente sensible le ocurre esto, porque es lo que más nos define y cuando lo perdemos nos sentimos un barco a la deriva sin timón. Ese inmenso dolor aparece muy de vez en cuando para recordarme que está ahí, a las puertas, siempre a punto de entrar como un torrente imposible de canalizar.
Últimamente, muy de vez en cuando, tan solo cuando estoy sola, brota de pronto un llanto desgarrador desde lo más profundo de mi ser, desde un lugar en el que no hay luz, desde un lugar tan roto que ni conocía.
Y en pleno llanto, tan pronto como viene, de un instante al otro, el dolor desaparece. Me quedo absorta mirando a la nada, recobrando la respiración, como si estuviera mirándome por dentro, sorprendiéndome al ser consciente de una forma tan palpable de que hay algo en mí que, como si de un botón se tratase, apaga ese dolor cuando es demasiado.
Ayer volvió a pasar. He vuelto a bloquear este torrente insoportable de dolor puro, de culpa, de preguntas, de incomprensión. Sentirlo en mis carnes de una forma tan abrumadora es tan extraño como aliviador, y a la vez me ha hecho comprender tantas cosas de esa niña que tuvo que lidiar con cosas que no le tocaban a esa edad. Llevo dos horas escuchando en bucle Experience, de Ludovico Einaudi, creo que tratando de rescatar algún resquicio de ese dolor de donde sea que la haya enterrado mi mente.
Asumí hace muchos años que cuando esto sucediera no volvería a ser la misma, había hecho las paces con la idea de dejar ir una gran parte de mí con él. Era necesario, era lo mínimo; qué menos que acompañarle a ese lugar desconocido cuando él me lo había dado todo, me había salvado del lugar roto en el que crecía y me había llevado a otro tan distinto que nunca tendré años suficientes para agradecérselo.
Pero no contaba con no reconocer nada de mi sentir, de mi actuar, de mi ser. No contaba con sentirme tan extrañada al seguir mi vida como si nada, cuando todo se ha derrumbado en mí. Siempre supe que él era mi pilar, mi salvavidas, mi verdad en una vida llena de teatros con paredes de papel que se derrumbaban a diario.
Cuando me fui a vivir sola comprendí por primera vez lo que era tener mi espacio seguro, y desde ahí construí, siempre con él. Mi pilar, mi única constante, mi guía. Pero siempre asumí que se iría solo cuando yo pudiera caminar sola desde esa persona que él construyó.
Y sin embargo hoy soy una absoluta desconocida diciéndose a sí misma “es el ciclo de la vida, siéntete agradecida y vive tu vida al máximo mientras puedas, porque la vida es hoy más finita que nunca”.
Mi alma por su lado responde: cómo se asume que me hayan entregado a mi mejor amigo, mi compañero de vida durante 18 años, en una caja de madera dentro de una bolsa con un lazo blanco. Cómo se asume. Cómo se asume abrazar una caja frente al mar en lugar de sentir tu cuerpo latir. Cómo se encaja no saber dónde estás, si estarás bien. Cómo coño se acepta, se digiere y se sigue caminando desde esa casilla.
Hoy retomo estas letras que te escribí cuando tu cuerpo se fue:
Vuela alto, mi pequeño gran compañero de vida.
Siquiera yo alcanzo aún a comprender cuánto voy a echarte de menos, nunca conocí el silencio hasta sentirte ir.
Sigues siendo tú quien me mueve, quien me guía. Pasaré mi vida agradeciéndote los casi 18 años de aventuras, los mil aprendizajes en nuestros viajes por carretera, por montaña, por mar, por las tardes de kite, de paddle surf, de baños en el mar, por los mil animales acogidos a los que guiaste desde tu equilibrio, incluida nuestra negra.
Por hacer hogar de cada rincón que pisamos. Por hacerme quien soy. Por tu pureza, tu bondad. Por ser siempre la luz blanca que equilibra todo mi ser. Por hacerme apreciar siempre la sencillez, la pureza, la lealtad.
Gracias, por enseñarme un idioma que pocos conocen y aún menos sienten. Por convertirlo en el timón de mi vida. Por despertar mi alma y llenarme a cada paso el corazón.
Por enseñarme a amar, tras mucho renegar, las diferentes etapas de la vida, por enseñarme a frenar en seco y disfrutar de tu ritmo. Por ser hasta el final pura dulzura, alegría, juego, energía.
18 años de ser mi compañero de vida día y noche. Fuiste un auténtico todoterreno a todos los niveles. Tratar de resumirte en palabras es quedarme en la más absoluta superficie de lo que fuimos, de lo que somos. No hay palabras.
Gracias eternas. La mejor parte de mi siempre has sido tú. Gracias por mantener mi luz blanca y hacerme luchar siempre por mi mejor versión. Gracias, por ser mi paz, mi verdad. El blanco más puro de mi equilibrio.
Sé que hoy me acompañas en otro plano que no somos capaces de comprender, pero sí de sentir. Te veo en las estrellas, te buscaré en ese lugar al que solo la música es capaz de llevarnos hasta reencontrarnos allá donde estés, mi pequeño Laztan. Gracias eternas pequeño 🌈.
Vuelta alto. 🌙✨
Hoy siquiera reconozco esa entereza. Y es que el cerebro suele pensar en modo supervivencia y no en modo integrador, y es importante tenerlo en cuenta para no permitir que esos bloqueos se queden a vivir en nosotros. Hoy quiero llegar a esa niña que quiere llorar, pero ni siquiera puede. Volveré a ti, volveré a conectar. Tan solo debemos encontrar aún el camino.