Vértigo al borde del abismo
Un breve relato del recuerdo más bonito de mi vida y de cómo el amor se convierte siempre en el único refugio posible frente a la tormenta.
¡Hola! Soy Cristina Garay, periodista y fotógrafa especializada en lifestyle consciente, viajes y sostenibilidad. En este rincón virtual encontrarás inspiración para vivir como sueñas, reflexiones sobre crecimiento personal, consejos sobre lifestyle consciente, mindset y viajes. ¡Suscríbete aquí para unirte!
Otra vez este vértigo frente al abismo.
Hace casi un año que aquella palabra detuvo el mundo en seco. Cáncer. Recuerdo fijar mi mirada en mi perra en un instante que se estiró hasta el infinito, donde la realidad se desdibuja y la mente huye lejos, muy lejos.
Los ojos vidriosos, fijos en ninguna parte, escuchan de fondo una voz lejana que murmura lo siento. Pero el cerebro ya no está aquí; sobrevuela cientos, miles de posibilidades, como trazando a tientas un mapa imposible. Mientras tanto, la respiración suplica calma.




Este año, el veterinario ha sido más que una consulta: ha sido un segundo hogar. Un lugar de esperas interminables, de miradas cómplices, de esperanza y miedo latiendo al mismo ritmo. Un espacio donde el tiempo parece detenerse, donde cada visita es un nudo en la garganta y, a la vez, un refugio - bastante hostil - de esperanza.
Las salas de espera de los hospitales veterinarios siempre me han parecido lugares donde se respiran los extremos. Recuerdo que en la esquina, unas chicas reían mientras su cachorro se revolcaba en su regazo, descubriendo el mundo con su tierna torpeza, desordenando la calma triste de la sala.
A mi derecha, una mujer mayor intentaba calmar a su labradora, también anciana. Se leía la fatiga en su cuerpo, pero sobre todo en la mirada de su compañera. La perra se acercó a olernos.
Hola, campeona — la acaricié con un hilo de voz, como si temiera romper algo frágil en el aire. Su humana, con ese estoicismo que solo da el amor, disfraza el dolor en una broma: hasta así quieres cachondeo, ¿eh? Sonrío con admiración. No es solo entereza; es el vínculo profundo que une a dos almas que han compartido una vida.
Enfrente, un chico llevaba en brazos a un perro con 17 años. Me recuerda al instante a mi pequeño. Nos mira, reconocemos nuestra pesadumbre, como acompañándonos en el silencio.
La voz de otro hombre dirigiéndose a mí me saca de mis pensamientos:
— ¿Qué le pasa a esta preciosidad?
Mi voz suena extraña, ajena, cuando respondo:
— Un tumor que ha resultado ser cáncer.
Fría, distante, como si al decirlo desde lejos doliera menos.
Él me miró con sinceridad, sin condescendencia, con la ternura de quien entiende:
— Ojalá todo vaya bien. Seguro que os quedan muchas aventuras juntos.
Tenía razón. Pero en aquel momento no pude contestar. Su frase me quebró. Apenas me dio tiempo a recuperar el aliento cuando el oncólogo se asomó en la sala y pronunció su nombre.
Pero el golpe real, el azote de la verdad, tardó en llegar. Una semana después, mi cuerpo por fin entendió lo que mi mente se había negado a procesar: ya no viajábamos solos. Nos acompañaba un nuevo enemigo. Un cáncer salvaje. Voraz. Implacable.
La noticia llegó tan solo tres meses después de haber empezado la despedida — que sospecho eterna — de mi otro compañero de vida.
De niña, aprendí a ocultar mi extrema sensibilidad porque pocas veces me han sabido acompañar en ella. Aprendí a esconderla, construí refugios: capas de humor, sonrisas bien ensayadas y ese toque de todo va bien que a todos nos resulta tan cómodo.
Con el tiempo, aprendí a sostenerme y pocas veces me he visto desbordada. Sin embargo, esta sensibilidad a veces te expone a un dolor tan profundo que arrasa el plano emocional y se vuelve físico.
Es un dolor que arraiga hondo, que se enreda en las entrañas hasta hacerte dudar de tu propia resistencia. Como si el cuerpo, de pronto, olvidara cómo seguir adelante. En esos momentos, respiro. Cierro los ojos y pienso en una ola. Una ola gigantesca, feroz, que amenaza con arrastrarlo todo. Pero hasta la ola más imponente, por destructiva que sea, termina por retirarse.
La visualizo con precisión: su ascenso inevitable, su furia desbordante, y luego, poco a poco, su retirada. La sigo con la mente hasta que mi cuerpo la entiende, hasta que algo en mí se desbloquea y vuelve a encontrar su ritmo. Como si, al aceptar que la ola se irá, pudiera recordarme que yo, al final, siempre me quedo.
Tras la muerte de mi perro, aprendí que no. No siempre me quedo.
A veces, una gran parte de mí se va. Se desprende, se quiebra, se diluye en el vacío. Y aunque el mundo siga girando, sé que hay fragmentos de mí que jamás regresarán. Que quedaron enredados en un último suspiro.
Pero aprendemos a reconstruirnos, a caminar con la ausencia. A amar desde las cicatrices.
El primer atisbo de este desborde lo viví a los quince años, cuando mi cuerpo decidió colapsar antes de que mi mente pudiera asimilar: un desmayo fulminante al ver sufrir a mi perro. El susto llevó a mi madre a buscar respuestas en varios médicos.
Aquello tenía una explicación: una respuesta física instantánea ante un estímulo emocional demasiado fuerte. Recuerdo las palabras del doctor: tu plano emocional y tu plano físico están fuertemente conectados. Solo necesitas ser consciente de ello para anticipar reacciones como esta.
Desde entonces, me ha sucedido más veces. Solo con mis perros y con dos personas a las que quiero con toda mi alma. Siempre al verles sufrir.
Con la muerte de mi perro descubrí otra cara de esta conexión: mi cuerpo también sabe apagarse. Es capaz de bloquear, de protegerse del dolor con una eficacia casi quirúrgica. No lo sentí llegar. Pero fue fulminante y, durante el último año, gran parte de mis emociones y algunos recuerdos han quedado atrapados en algún rincón de mí al que no puedo acceder.
Lo que no esperaba era su regreso. Un torrente contenido demasiado tiempo, desbordándose sin aviso.
En mis auriculares suena:
Tú que has domesticado
a los lobos de mi invierno.Quién me guía en este vuelo.
He apostado todo al negro
de tus ojos y tu pelo.Y no habrá nada que hacer,
me reviento contra el suelo
si algún día tus miradas
se han convertido en hielo.
Con qué facilidad olvidamos que cada día es un milagro.
Tú, mi maestra de las maestras en florecer hasta en los lugares más hostiles. Llegaste a mi vida como llegan las mejores cosas: sin previo aviso, sin pedir permiso, con la certeza de que estabas destinada a quedarte.
Íbamos por la carretera cuando te vimos. Un destello oscuro moviéndose entre el campo, un galgo negro — o eso pensamos al principio — avanzando con torpeza, con una pata malherida. Más tarde descubriríamos que de galgo tenías poco, que lo que adelgazaba tu silueta no era la genética, sino el hambre. Apenas pesabas la mitad de lo que debías.
Los dos amigos que iban conmigo se quedaron en el coche. Eran hombres y, en este triste país, eso significa miedo para demasiados perros abandonados. Fui yo quien se acercó. Con el corazón encogido, con las manos temblorosas, con el presentimiento de que aquella tarde estaba a punto de cambiar mi vida para siempre.
Estuve tres horas tumbada en el suelo, bajo la fría sombra de una helada noche de diciembre, hasta que por fin te acercaste a mí. Tres interminables horas que me ofrecieron un vistazo fugaz al infierno que debías estar viviendo. La oscuridad, tan profunda y silenciosa, se volvió tan densa como tu pelaje, y la única opción fue esperar, confiar en que, de algún modo, algo en ti aún recordaba lo que era confiar.
El tiempo se detuvo en esos momentos. Y entonces, al fin, te escuché: un susurro en la quietud, un movimiento sigiloso. Te acercabas. Algo en ti comenzaba a cambiar. La necesidad de comida te acercaba, pero también, en algún rincón de tu ser, empezabas a confiar. Mi mano, extendida y temblorosa, aún no te tocaba, pero te sentía venir hacia ella. En ella, dos trozos de pan de pizza, lo único que tenía en el coche, la más mínima promesa de consuelo.
Te hablaba calmada, con voz suave, sin mirar aún, porque sabía que no era el momento. Pero te sentía. Y tú, paso a paso, acercándote a mi mano, comenzabas a entender que, tal vez, por fin, había algo en este mundo dispuesto a cuidarte.
La oscuridad se diluía lentamente, a medida que tú comenzabas a confiar, y entonces pude ver en tu cuerpo el rastro de todo aquello que tanto me avergüenza de este país, que tantas veces ha incendiado mi sangre. Tus huesos marcaban el contorno de tu piel, un cuerpo que parecía desmoronarse bajo su propio peso, y tu cojera no era más que el eco de una desnutrición aguda. Tu mirada, huidiza, me hablaba de las heridas del terror, esas que no se ven, las que se alojan en el alma.
Te movías como si casi reptaras por el suelo, acercándote aterrada, paso a paso, desconfiante. Muy poco a poco, finalmente alcanzaste mi mano. Lo que ocurrió después no era lo que había imaginado. Pensé que tomarías el pan y huirías, pero no. Te quedaste allí, oliendo mi mano, estudiándola como si fuera la última muestra de algo que habías olvidado que existía.
Moví mis dedos lentamente, como una invitación silenciosa, y te acaricié el hocico. Fue entonces cuando tu cuerpo, como si ya no tuviera fuerzas para resistir, se rindió. Te entregaste por completo. Pegaste tu rostro a mi mano, buscaste consuelo, calor. Y en ese momento, supe que no te irías. Solté el lazo que llevaba en la otra mano.
Poco a poco, me fui incorporando, sin dejar de acariciarte. Me quedé sentada allí, con el corazón latiendo a un ritmo frenético, mientras tú, con la delicadeza de quien teme que todo se acabe, fuiste avanzando hasta quedarte acurrucada en mi cuerpo. Hundiste la cabeza en mi cuello, buscando calor, buscando algo que ya no sabías que necesitabas.
No podía creer lo que estaba sucediendo. La incredulidad me ahogaba, las lágrimas brotaban sin permiso. Y fue en ese instante, con tu pequeño cuerpo tembloroso entre mis brazos, que te prometí algo que nunca podré olvidar. Te prometí que nunca más volverías a sufrir. Nunca más estarías sola. Y te levanté en mis brazos, mientras te decía, con la voz quebrada: ya está, pequeña, ya estás a salvo.
Es el recuerdo más bonito de toda mi vida.
En el coche, el calor del asiento mullido te hizo caer en un sueño profundo, tan necesario para ti, tan ansiado por tu cuerpo agotado. No sé cuánto tiempo habías estado sin dormir, pero esa rendición, en un lugar tan desconocido, me hablaba de tu agotamiento extremo. Del límite del que tan cerca estabas.
Vinieron meses de adaptación, de trabajo, de paciencia infinita. No entendías nuestros entornos, te costaba identificar lo que te rodeaba. Solo querías comer curruscos de pan, lo único que habías conocido.
Casi todo te aterraba, tanto que no podías controlar el miedo. Te hacías pis encima, pero lejos de dejar que el pánico te dominara, eso despertaba en ti una fortaleza absolutamente extraordinaria, una resistencia que surgió a medida que tu cuerpo se iba recuperando, aunque las cicatrices de los traumas seguían marcándote.
Había acogido muchos animales antes, algunos de ellos con miedos profundos, pero tú… Tú fuiste un reto. Hoy, casi diez años después, entiendo por qué. Porque no hay nada, ni nadie, que pueda achantar tu energía, tus ganas de vivir, tu determinación. Aun siendo un saco de huesos y terror, ahí estabas, lista para luchar con todo lo que viniera, sin importar las cicatrices que llevaras.
Nada me hacía más feliz que ver cómo, de vez en cuando, comenzaba a asomar ese rostro relajado, ese juego, esa expresión absolutamente feliz, como si hubieras dejado atrás todas las sombras.
Hoy, sin embargo, volvemos a estar allí. En la sombra. Sintiendo ese hilo que nos ata a la vida con una fragilidad tan desgarradora. Lo frágil que es, lo poco presente que lo tenemos. Hasta que nos asalta con su peso.
Hoy parece que perdemos una batalla contra este tratamiento que te consume y, a la par, te da la vida. Pero aún seguimos ganando la guerra, pequeña.
Y aún nos quedan muchas aventuras por compartir, mi pequeña guerrera.
🖋 Quizá te guste
💬 Me encantará leerte
Cuéntame lo que te nazca en los comentarios, me encanta leeros.
Si este post te inspiró, únete a Lo que mi perro me enseñó, cuéntame en un comentario ❤️ y comparte esta reflexión con alguien que lo necesite.
¡Feliz lectura! 🌊
A veces pienso que son ellos los que nos salvan, os deseo fuerza, para seguir amando la vida de esa forma tan pura ❤️
Qué bonito escribes Cristina, los que hemos tenido perro y han estado enfermos sabemos lo que se sufre y si además es un perrete que llega a tu vida llovido del cielo más todavía. A mi Duque seguimos después años echándole de menos. Disfruta cada día de ella.