La urgencia de vivir: reflexiones sobre la muerte y la vida plena
El adiós de Tatiana Andia es una oda a la vida, a la valentía de disfrutar al máximo nuestro paso por este mundo.
¡Hola! Soy Cristina Garay, periodista y fotógrafa especializada en cultura, lifestyle consciente, viajes y sostenibilidad. En este rincón virtual encontrarás inspiración para vivir como sueñas, reflexiones sobre crecimiento personal, consejos sobre lifestyle consciente, mindset y viajes. ¡Me encantaría que te unieras!
🖋 El tema de hoy: una reflexión sobre la urgencia de vivir.
∞ Hoy te recomiendo: si estás buscando una lectura única recién salida del horno desde Palestina, esa es la publicación de Substack Miradero. Aunque creo que, aparte de la calidad, en realidad te la recomiendo porque te partes de risa con Samu. Bueno, y porque me amenaza con el coco de Substack.
🚐 Viajes: Sevilla, Málaga y Cabo de Palos.
🌿 Conscious tip: vive siendo consciente de que cada día es un préstamo. Pregúntate cada mañana: “De mi presente, ¿qué recordaré al final de mi vida?”. Y dale prioridad.
👩🏻💻 Journal prompt: “¿Cómo sería mi vida si viviera con la muerte como una consejera, no como una amenaza?”. 🌿
🎶 Qué estoy escuchando mientras escribo: Start again - Woodlock, Way out beyond - Layup, Her - JVKE.
Hoy he leído una frase que me ha frenado en seco:
«Creo que es mucho pedirle a la moribunda que, además, motive a los vivos a vivir. No tener un cáncer terminal debería ser motivación suficiente».
Su autora, Tatiana Andia, historiadora, economista, socióloga e investigadora de la Universidad de los Andes, eligió poner fin a su vida a través de la eutanasia el mes pasado. Su cáncer ya había teñido su cerebro para entonces. Poco antes, compartió su experiencia a través de varios artículos.
«Morirse no es fácil, aunque sea un proceso natural que nos espera a todos», narra en su última columna en El Espectador. «El acto más natural de todos, al que todos llegamos tarde o temprano, está lleno de mitos. A pesar de que todos sabemos que nos vamos a morir, no sabemos lidiar con la muerte, ni con la propia, ni con la de nuestros seres queridos».
Sobre el motivo que le lleva a compartir algo tan íntimo, lo tiene claro. «Nadie habla de esto y si mis palabras son medianamente útiles para alguien más, me parece que ya habría valido la pena».
El poder de aceptar la fragilidad de la vida
A lo largo de los últimos meses, varias historias me han desgarrado. Los protagonistas siempre eran personas muy jóvenes que, aun habiendo luchado con todo, se ven obligados a despedirse de la vida.
La que más zarandeó mis entrañas fue la de una compañera de universidad con quien había compartido los pasillos de la facultad durante 5 años. Tuvo que despedirse de la vida tras 8 años luchando contra el cáncer. Sus redes sociales - bastaconvivir - eran una oda a la vida y, casi, un ruego a gritos para que, quienes albergamos la suerte de no vivir entre hospitales, exprimamos al máximo la vida.
Mamáderizos también me rompió el alma. Ella parecía, tras la pantalla, de esas personas que iluminan una habitación entera al entrar. No podía albergar un alma más bonita, ni una mentalidad más arrolladora. Pero no fue suficiente.
Hoy, la muerte, ese espectro silencioso que merodea las esquinas de nuestra conciencia, se ha convertido en un tabú. La ocultamos bajo alfombras de eufemismos y rituales asépticos, la expulsamos de la conversación cotidiana como si su sola mención pudiera invocarla.
La cultura tabú de la muerte
No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que la muerte era un acto compartido, una unión familiar, un sentimiento ancestral. Se moría en casa, rodeado de los nuestros. Ahora, morimos lejos, aislados, desinfectados de toda huella de humanidad.
El miedo a la muerte crece en la misma medida en la que nos alejamos de ella. Es lógico. Tememos aquello que desconocemos y, hoy, la muerte nos es ajena. Se nos permite hablar de longevidad, de salud, de prevención, pero no de la certeza de que un día dejaremos de estar aquí. La muerte se ha convertido en la gran censurada de nuestra época, el tema que se evita en sobremesas, la estadística que nos negamos a ver.
Tatiana, en su lúcida despedida, nos dejó un testimonio que incomoda porque nos obliga a mirarla de frente. Aceptó la muerte como lo que es: una certeza inamovible. Su prosa no contenía la resignación de quien se rinde, sino la valentía de quien mira sin pestañear su final digno. Sus palabras son un recordatorio de lo que olvidamos: que la vida es finita y que, solo quien abraza su fragilidad, puede vivirla con plenitud.
Quizá el problema es que nos contamos la muerte como si fuera un accidente, una excepción, algo que le sucede a los demás. La apartamos de nuestra vista, la delegamos a hospitales y tanatorios. La convertimos en un trámite que resolvemos con prisa. ¿Y si volviéramos a integrarla en nuestra vida? ¿Y si dejáramos de esconderla, de disfrazarla? Tal vez, quiero pensar, aprenderíamos a vivir de otra manera.
La vejez en los márgenes
La cultura occidental ha idealizado la juventud y la productividad, relegando la vejez y la muerte a los márgenes. Nos horroriza el envejecimiento porque nos acerca a ese final que no queremos ver. Nos aferramos a dietas, cremas, rutinas de ejercicio y suplementos como si fueran conjuros contra lo inevitable. Y mientras, la vida pasa. Nos obsesiona durar más, en lugar de vivir mejor.
La muerte es, de hecho, la única certeza de nuestra vida. Nos cuesta aceptarlo porque nos han enseñado a verla como un fallo indeseable, no como nuestro desenlace natural.
En otras culturas, la muerte se honra, se recuerda, se celebra. En México, los muertos vuelven cada noviembre sobre altares llenos de flores y velas. En el budismo, la contemplación de la muerte es un ejercicio cotidiano, una forma de cultivar la paz con lo inevitable. Nosotros, en cambio, preferimos fingir que nunca llega.
Nos escandaliza la enfermedad, la fragilidad, la dependencia. Tatiana, en sus columnas, nos habló de eso con una honestidad que desarma. Nos habla de quienes cuidaban de ella, de su calendario de días contados, de la extraña sensación de dejar atrás la vida tal como la conocía. No hubo en sus palabras desesperación, sino amor a lo que quedaba. Porque cuando la muerte se acerca, no importa cuánto hemos acumulado, solo cómo hemos amado.
La muerte nos hace vivir
Entonces, ¿qué hacemos con esta certeza? ¿Cómo aprendemos a vivir con la muerte? La respuesta es simple y brutal: viviéndolo todo. La muerte nos hace iguales a todos: no distingue entre quienes jugaron a lo seguro y quienes se atrevieron.
Hay una urgencia en vivir conscientes de la muerte. No como una sombra aterradora, sino como un faro que nos recuerda que esto es un préstamo, que cada día es un regalo. Integrarla en nuestra vida no significa rendirse ante ella, sino darle sentido a lo que hacemos mientras estamos aquí. Porque al final, lo único que nos llevamos es lo que nos atrevimos a vivir.
Ojalá podamos hablar más de la muerte. Ojalá dejemos de esconderla y aprendamos a mirarla con la serenidad que merece. Quizá entonces, paradójicamente, podamos vivir mejor.
Al final, todo se reduce a los instantes. Nadie recordará el número exacto de días que vivimos, pero sí los momentos en los que estuvimos realmente presentes. Una carcajada que hizo doler el estómago, un atardecer que nos dejó sin palabras, la mano de alguien querido en un momento difícil. Son esas pequeñas eternidades las que nos acompañan hasta el último suspiro.
Y es que la muerte, si lo pensamos bien, no es lo que debería aterrarnos. Lo verdaderamente trágico es una vida a medias, un cúmulo de días grises donde la rutina pesa más que la emoción. Tememos morir, pero olvidamos vivir. Olvidamos temer una existencia sin intensidad, sin valentía, sin amor.
Quizá ahí esté la clave: vivir de tal manera que, cuando llegue la hora de partir, no sintamos que nos quedó demasiado en la lista de pendientes. Que podamos despedirnos con la certeza de que no nos guardamos nada, de que exprimimos la vida hasta la última gota con valentía y amor.
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¡Feliz lectura! 🌊
Coincido plenamente en todo lo que dices. Justo hace unas semanas intenté escribir sobre la muerte. Y no me salió. Es algo que escondemos, que ocultamos, que negamos.
Ojalá tuviéramos una relación diferente con ella porque es una compañera inevitable.
Precioso texto.
Gracias, Cristina, por este texto que nos enfrenta con una verdad que tantas veces evitamos mirar. Leerlo es como detenerse un momento en medio del ruido y recordar lo esencial: la vida es un préstamo, y cada día es una oportunidad de habitarla con intensidad.
Me quedo con esta frase: “Nadie recordará el número exacto de días que vivimos, pero sí los momentos en los que estuvimos realmente presentes.” Qué cierto es. Nos obsesionamos con durar, pero olvidamos que lo único que realmente importa es cómo vivimos. No es la cantidad de días lo que deja huella, sino la intensidad con la que nos atrevemos a sentirlos.
La muerte es la única certeza, y sin embargo, vivimos como si no nos perteneciera. La esquivamos, la disfrazamos con eufemismos… pero ahí está, como un recordatorio de que el tiempo sigue su curso, de que la existencia no es infinita y de que, quizá, lo único verdaderamente trágico es llegar al final con la sensación de no haber vivido de verdad.
Nos han vendido la idea de que lo importante es durar, pero, ¿de qué sirve durar si no se siente la vida en las venas? ¿Si cada día es un trámite, una lista de pendientes, una rutina monótona sin propósito? La verdadera urgencia no está en escapar de la muerte, sino en asegurarnos de que cada día cuente, de que nuestra existencia deje una huella, aunque sea en un solo corazón.
Sí, la muerte nos iguala a todos, pero lo que nos diferencia es cómo elegimos vivir. ¿Con miedo o con coraje? ¿Evitando o abrazando? ¿Contando los días o llenándolos de vida?
Ojalá podamos hablar más de la muerte. No con terror, sino con la serenidad de quien entiende que es solo otra forma de transformarnos. Porque el verdadero drama no está en que la vida termine, sino en que pasemos por ella sin habernos sentido realmente vivos.
Muchísimas gracias por compartir. 🪄